Kmbalache es un disco que invita al baile y la fiesta, una obra con un concepto inconfundible, de impecable coherencia: la construcción de una estética del desborde.
Matías Mormandi es un auténtico y talentosísimo compositor de música popular: su estilo es enérgico y desfachatado; sus canciones, directas y efectivas. No busca en modo alguno el perfeccionismo: la fuerza de su poética reside en una lírica de la intensidad y el exceso. Se trata de un disco en estado de demo, sin filtros ni pasteurizados, donde podemos apreciar claramente las virtudes de un artista vital, de un alto grado de pureza, imposible de domesticar. Todo en Kmbalache es desmesurado: lo que se busca aquí es preservar la magia del momento, la intensidad de la experiencia creadora.
El disco, fuertemente rítmico, se apoya en dos pilares fundamentales: el piano y las voces. Matías es un cantante imprevisible, cuya voz tiene numerosos matices que se transforman constantemente, pasando del estilo del soul y la música negra del sur de los Estados Unidos al homenaje al recordado artista uruguayo Eduardo Mateo. Y es, además, un ingenioso e inspirado pianista de variados recursos y dedos veloces que no teme al mestizaje de géneros, lo que da por resultado solos de gran vigor y originalidad.
La tarea fundamental del músico, para Matías, es conmover; por eso su disco no es de los que piden permiso. Desde el primer tema Mormandi nos sube a su montaña rusa y nos invita a la aventura; un viaje vertiginoso que incluye todos los paisajes y nos arrastra sin permiso hacia su mundo desmesurado.
Kmbalache está dividido en dos secciones, mezcladas aunque claramente diferenciadas: por un lado, los temas en banda, donde Matías es acompañado por una formación tradicional de guitarra, bajo y percusión, y por otro, los temas de tono más intimista, aunque no por ello menos directos, donde al piano y las voces se suman, eventualmente, un saxo o un bajo. El sonido del disco fue diseñado por el propio Mormandi, en su doble función de músico y productor artístico de la obra, y presenta una cualidad frontal que sienta muy bien a sus canciones.
Las letras de Matías recrean el lenguaje popular y son algo desvergonzadas a la hora de mezclar registros formales con el más puro lunfardo, lo que les da un toque sorpresivo y hasta humorístico. La métrica en que se incrustan las letras es también sorprendente, y remite –una vez más- a la música uruguaya, con su juego de vocales estiradas y palabras cortadas.
Las influencias de este disco salvaje son múltiples; podemos contar en él ecos de Rubén Rada, Hermeto Pascoal y Frank Zappa, a lo que se suma el legado del tango (que Matías homenajea con su personalísima versión de “El Choclo”) y muchísimas otras yerbas. Es que Matías es un escucha voraz, que con naturalidad se ha apropiado de tradiciones diversas para fundirlas en su Kmbalache.
La presentación del disco es sencilla -el lujo y los brillos externos no son del interés de su autor - y su portada nos muestra certeramente al artista en su habitat natural; en su casa, en un espacio
algo caótico, frente al piano, sus manos sobre las teclas prestas a dispararnos alguna de sus juguetonas e hipnóticas melodías.
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