Gracias a nuestra extensa red de contactos e informantes supimos de este disco prácticamente en el momento en que se estaba grabando. Cuando lo escuchamos, enseguida supimos que era el tipo de disco que buscamos en el Club. La formación es de trío: piano eléctrico Rhodes, bajo y batería. Y el comienzo del disco, que abre con Villa Vichy y sus reminiscencias a los voicings de Ray Manzarek (tecladista de The Doors) tiene una impronta rockera, con algo de ese espíritu setentista de los blues de La Pesada, Pescado Rabioso o Pappo’s Blues. Claro, sin guitarra. En lugar de la guitarra, el Rhodes con sus saturaciones, su brillo de chapita que por momentos remite al vibráfono, y que nos lleva de cabeza a otra época. Pero, por otra parte, esta música es de ahora, jamás podría ser de hace treinta o cuarenta años. Hay una sutil pátina de humor, de leve ironía que se refleja por ejemplo en la armonía de Tatami, en los juegos formales con los compases y los tiempos. Sonido rockero pero agilidad más propia del jazz moderno, con algo de modales funk. La música que sale de la cabeza y los dedos de Sehinkman está plagada de diversas influencias que van de la música académica a los maestros del jazz, pasando por eso que se llamó (tiempo atrás) “música progresiva”, pero lo más destacado es su facilidad para desplegar melodías. En una época en la que es habitual darle más preponderancia a los timbres, las texturas, la repetición de secuencias, en la que la melodía en sí misma está algo desprestigiada y en la que parece que ya está todo dicho a nivel melódico, Esteban irrumpe por ejemplo con la simple e inolvidable Itatí, con su melodía casi japonesa que conmueve a cualquiera a la primera audición. Sehinkman es un optimista de la melodía (parafraseando a C. Bianchi). La busca en todas partes y llega por diversos caminos: en Sadsong, por ejemplo, la borda entre los arpegios, un poco a la manera de Debussy en sus Arabesques.
Sería un error creer que el disco se agota en las bellas melodías y un aire rockero. Hay mucho más. Hay riffs hechos por el bajo, como en Hiperolimpic, que le dan sustancia a un largo solo del pianista. Y está el tema que da nombre al disco, que es como una amenaza persistente de chacarera. Es una grabación en la que no hay muchas improvisaciones en realidad; no es el típico disco de jazz hecho de largos solos bajo la forma “tema-solo-tema”. Es más, apoyamos la tesis de Sehinkman de que este: “no es un disco de jazz” (sic). Está más cerca de ser un disco de rock, si es que sirvieran de algo las inútiles etiquetas. A la vez, como para que quede claro que es inclasificable, actual, que tiene belleza en las líneas melódicas pero también algo de humor y que es muy argentino, hay un final, en Micropunto, apto para el baile, con un descollante trabajo de Pipi Piazzolla sobre la trama seudoelectrónica de Sehinkman y Matías Méndez.
Unas palabras para la producción de este disco: no es usual que productor (Fer Isella) e ingeniero (Facundo Rodríguez) sean tan parte de un grupo como en este caso; mucho menos que aparezcan en las fotos del estudio junto a los tres instrumentistas. Se nota el grado de confianza en el otro, se percibe el conocimiento mutuo y la felicidad que les da hacer esta música. Desde el punto de vista técnico la grabación también es excelente (ver la entrevista).
Esteban Sehinkman venía de un complejo y sorprendente Búfalo; en El Sapo Argentino mantiene sus cualidades de pianista y melodista, esconde un poco el lápiz de arreglador para descansar más en sus compañeros de ruta y entrega una obra de arte madura, redonda y visceral al mismo tiempo. Milagros de la música sin prejuicios.
Comentarios