La historia como guitarrista de Gustavo Bazterrica arranca en 1974 con Raúl Porchetto, luego integra fugaces grupos de los que no quedó registro discográfico, hasta que en 1976, con veinte años, forma parte de La Máquina de Hacer Pájaros, el grupo de Charly García (cuando todavía era Charlie). Al disolverse el grupo sólo un año después, Bazterrica integra ocasionalmente la Banda Spinetta, pero nunca de manera muy estable. Finalmente, en 1981 se suma a la segunda vida (la exitosa) de Los Abuelos de la Nada, la idea de Miguel Abuelo. Participa de casi toda la etapa más masiva del grupo, hasta que luego de la grabación de Himno de mi corazón, a fines de 1984, es reemplazado por Gringui Herrera.
A partir de entonces este músico, muy respetado por sus colegas, considerado un muy fino guitarrista, sólo aparece esporádicamente en los medios. En 1986 se hace célebre en el ámbito judicial por el fallo Bazterrica, de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, que declara no punible la tenencia de drogas para consumo personal. Rebote de un caso que comienza en 1981, se puede leer mucha bibliografía al respecto con sólo entrar a un navegador.
El ejecutivo del sello Music-Hall Pelo Aprile en 1987 lo impulsa a grabar un disco, para el que convoca a Oscar Moro (batería) y Rinaldo Rafanelli (bajo). Carlos Villavicencio hace las veces de productor artístico, y hay algunos invitados, participando en varios temas el guitarrista Tito Losavio y Charly García en sintetizadores, en un rol secundario, si se quiere. El disco se grabó en Panda, con Mario Breuer a cargo de las perillas. Un equipo de lujo, sin dudas.
Lanzado en vinilo y en una tirada muy corta para la época, el disco fue una rareza durante las tres décadas siguiente. Tal es así que se pagan fortunas por un LP original. Ahora sale por primera vez en formato CD y vale la pena hablar un poco de la música que se puede escuchar en el disco.
En primer lugar, Joven blando es la ocasión para escuchar a Gustavo Bazterrica como cantante, tarea que había desarrollado ocasionalmente en La Máquina y Los Abuelos. No se lo nota siempre cómodo, aunque el tema que abre el disco y le da nombre es quizás de lo más logrado del álbum. Hay en todas sus intervenciones un tono irónico, que lo acerca no sólo fisonómicamente a Frank Zappa (siempre se mencionó ese parecido): el artista se burla de las nuevas tecnologías, del ambiente del rock, de los estereotipos de la época, haciendo en la mayor parte de las diez canciones una suerte de ejercicio sociológico-rockero en las letras.
La base suena como un relojito, y hay que decir que algo del espíritu de Los Abuelos pervive en estos temas, aunque se nota ya esa transición del pop de los 80 a un sonido más rockero que iba a imperar en la década siguiente. Las canciones, breves (el disco en total dura menos de 29 minutos) hacen que la experiencia sea rápida y nos deje con ganas de escucharlo de nuevo enseguida.
La pregunta, contrafáctica a esta altura (aunque Bazterrica todavía ande por ahí, afortunadamente), es qué hubiera pasado si este álbum hubiera tenido difusión. No más difusión, sino algo de difusión (no tuvo nada, fue un disco secreto). Pero el sello que lo lanzó estaba desapareciendo, y luego el artista no logró grabar más material, con las consecuencias conocidas por todos: más allá de sus intentos con Bazterrícolas, el grupo con el que siguió subiendo a escenarios, y de algunas participaciones como invitado a proyectos colectivos como el de Litto Nebbia de homenaje al rock nacional, su nombre dejó de circular. Ojalá que este lanzamiento permita volver la mirada sobre este singular músico.
Club del Disco
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