Generalmente escribimos sobre los discos que nos acercan (o rastreamos) sin importar mucho las circunstancias en las que esa música se encontró con la oficina del Club del Disco. Pero este sin duda es un caso singular, porque vale la pena decir que primero escuchamos al grupo (sin saber su nombre) en vivo, en la calle, de manera fortuita, y luego nos encontramos con el CD sobre nuestro escritorio.
Una calle cortada en Almagro, cerca de la Nochebuena pasada, una kermesse de un centro cultural del Partido Comunista, chorizos y hamburguesas despidiendo sus olores y mucha gente ocupando la calzada. Al fondo, un escenario sobre la bocacalle y una música que remitía al pasodoble. Pasábamos por ahí con algunos músicos rumbo a un show en un salón cercano y nos topamos con esa tranquila feria de pueblo en el corazón de la urbe, a metros de la Avenida Corrientes.
Nos detuvimos a ver y escuchar a esos muchachos, sin muchas esperanzas, y nos encontramos con algo notable. En primer lugar, la formación no era muy juvenil que digamos: banjo, acordeón, bajo y batería, en algún tema el acordeonista tocaba una mandolina (!!!). La música, luego de pasar por el himno socialista La Internacional (algo lógico en el contexto de esa performance) derivaba hacia canciones que hablaban de lucha social, de la Guerra Civil española, y de otros tópicos propios de la cultura de izquierda, por así decir.
Sorprendidos, preguntamos y anotamos en una libreta el nombre de la banda, que nos sonó largo, desaforado, y muy apropiado: El Violinista del Amor y Los Pibes que Miraban. Al poco tiempo, el sello nos envió (sin que lo pidiéramos ni que supieran de nuestro interés) El ruido y la culpa, cuyo subtítulo es Una opereta lastimera. Y cuando abrimos el disco nos encontramos con algo que es casi como verlos en vivo, ya desde la gráfica, con unas ilustraciones que remiten a la imaginería mexicana de La Muerte y a Oski al mismo tiempo, con un carácter algo punk y con una fuertísima dosis de cinismo.
Las canciones van pasando y el oyente no tiene respiro: letras inusuales por sus temáticas, un grupo que suena muy compacto y preciso, un cantante a quien se le entiende todo y que sin ser virtuoso se las arregla para convocar nuestra atención. Puntos muy altos son Pasado y presente, Me cago en el barco que me trajo o Me voy a morir igual, pero no hay concesiones y cada uno tendrá su favorito.
Escuchar este disco leyendo las letras es casi imprescindible; verlo en vivo se transforma en una necesidad después de esa experiencia. Este no es su primer disco y eso se nota. Un grupo fuera de cualquier lógica de mercado, con un mundo propio, que vale la pena conocer.
Club del Disco
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